...NUNCA HABIA VISTO A UN SER MAS GRANDE QUE A UN DIOS QUE SE HIZO HOMBRE....
ORACION A JESUS CRUCIFICADO.
Rezando esta oración delante de un crucifijo, después de haber recibido la Santa Comunión, se gana indulgencia plenaria, con tal que se añada alguna breve oración, un Padre Nuestro y un Ave María por la intención del sumo pontífice (Pío IX).
¡Oh! Mi amado y buen Jesús, postrado en vuestra santísima presencia; os ruego con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe, esperanza y caridad, verdadero dolor de mis pecados y propósito firmísimo de enmendarme; mientras que yo, con todo el amor y con toda la compasión de mi alma, voy considerando vuestras cinco llagas, teniendo presente aquello que dijo de Vos, Oh buen Jesús, el Santo Profeta David: Han taladrado mis manos y mis pies, y se pueden contar todos mis huesos.
ACTIVIDAD PEDAGOGICA.
Escribe las ideas principales de las meditaciones (De las palmas a las lagrimas - Allí estabamos todos), las cuales resumiran el acontecimiento salvífico que Dios ha obrado en nosotros a través de su hijo Jesucristo.
Escribe una composición en donde puedas mostrar la esencia del cristianismo, puedes apoyarte en las ideas anteriores y lo extraido en el estudio de ésta página.
Escribe tu opinión acerca del estudio que haz realizado sobre el cristianismo, dicha opinión la debes escribir en los comentarios de éste blog.
DE LAS PALMAS A LAS LAGRIMAS.
Con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, «la ciudad que mata a los profetas», abrimos la Semana Santa, «no porque sus días sean más grandes que los demás, los hay más largos; ni porque haya más días, son iguales; sino porque en ellos han sido llevadas a cabo por el Señor cosas admirables» (San Juan CRISOSTOMO).
Y no nos cansamos de contemplar estas cosas admirables que los evangelios nos recuerdan. Admirables los sufrimientos de Cristo, admirable el amor de Cristo, admirable la victoria de Cristo, admirables todas las palabras y los gestos de Cristo.
La entrada en Jerusalén quiere ser como la entronización del Mesías. «Yahveh me ha dicho: hijo mío eres tú» (Sal. 2, 7). Se lo ha repetido en varias ocasiones solemnes: «Tú eres mi hijo». Hoy es el momento de la participación popular, un acto enteramente democrático, llamado el pueblo a las urnas de la libertad y del Espíritu para aclamar a su Rey.
No ha habido campañas especiales. No pudo haber manipulación del voto. Todo fue un movimiento espontáneo que se encargó de conjuntar el mismo Espíritu de Dios. Aquí sí podemos decir con verdad que «la voz del pueblo era la voz de Dios». Respondieron, naturalmente, los sencillos y los pequeños, lo que siempre ha sido el corazón del pueblo.
No faltaron voces discordantes, personas ciegas o interesadas o endurecidas, más duras que las mismas piedras, que estuvieron a punto de unirse al coro de los niños y los pobres.
El día estaba ya escogido y aun descrito por los profetas. «Este es el día que hizo el Señor» (Sal. 117, 24). Era el día de la alegría y de la alabanza, el día del triunfo y la acción de gracias. «Escuchad: hay cantos de victoria en la tienda de los justos... Sea nuestra alegría y nuestro gozo. Bendito el que viene en nombre del Señor». En otras ocasiones quisieron hacer rey a Jesús, y él lo rehusó. Pero hoy es el día que hizo el Señor.
Pues este día todos, casi todos, sienten una vibración de gracia. Los discípulos, llenos de fe y entusiasmo, no podían callar. Se contagió una gran muchedumbre de gente sencilla, y se forma una procesión espontánea aclamando al Señor, que entra como rey en su ciudad.
Una procesión curiosa, por la gente y por el estilo. Hay más niños que soldados, hay más pueblerinos que príncipes. Las espadas se han cambiado por los ramos de olivo, las marchas triunfales por cantos populares, las carrozas por alfombras naturales y los caballos por un burro.
Es el estilo de Dios. "Este es el día que hizo el Señor. Ordenad una procesión con ramos". Aquella comitiva no se daba cuenta que estaba cumpliendo una profecía. Zacarías también lo había descrito. «¡Exulta sin mesura, hija de Sión, lanza gritos de gozo, hija de Jerusalén! Mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica» (Zac. 9, 9).
-Admirable la humildad de Jesús:
Incontables son las pruebas de su humildad, desde el día de su nacimiento. Hoy quiere también enseñarla, precisamente en el día de su triunfo. Todo el estilo de esta entronización real tiene el encanto de lo sencillo. El reino de Dios es muy distinto a los reinos de la tierra. Jesús lo había llegado a comparar... «¿A qué se parece el reino? ¿A una gran revolución? ¿A una gran victoria militar? ¿A una apoteosis orquestada por los ángeles? No, amigos. El reino de Dios se parece a un grano de mostaza, así de pequeñito, pero así de fuerte. Se parece a un tesoro magnífico, el más valioso de todos, pero oculto. El valor va por dentro...». Se parece a un ejército de pobres y niños con ramos de olivo en sus manos. Se parece a un rey montado sobre un asno. El es el rey de reyes, el más hermoso y más poderoso de los hijos de los hombres. Pero hoy se presenta como el rey de los humildes montado en un pollino. Más tarde se presentará como el rey de los dolientes, sentado en el trono de la cruz y coronado de espinas.
-Admirable la paz de Jesús:
Camina Jesús, humilde y desarmado, sobre un burrito. La paz es su bandera y su estandarte. A su paso bendice con ternura. El mismo es todo bendición, todo un poema pacificador. Su entrada triunfal en un asno, entre ramos de olivo, aclamado por niños y pobres, es signo y profecía. Signo de la paz de Dios que se concentra en Cristo, y hoy se ofrece una vez más a Jerusalén y a todos los pueblos. Profecía contra todo tipo de violencias y de armas. «El suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén, será suprimido el arco del combate y él proclamará la paz a las naciones» (Zac. 9, 10). Es un rechazo expreso de las armas y de la belicosidad. El Señor no quiere ni carros ni caballos, ni tanques ni fusiles, ni arcos ni bombarderos, ni flechas ni misiles.
No lo quiso ni lo quiere. Si pasamos páginas, veremos que hoy el Señor no puede sino bendecir todos los esfuerzos que se hacen para progresar en el camino del desarme y del entendimiento. Estos modernos trabajadores de la paz son los continuadores de aquella gente sencilla que recibió a Jesús con ramos de olivo. O son, tal vez, el burrito sobre el que Jesús sigue cabalgando para llevar la paz a todas las ciudades y los pueblos de nuestro tiempo.
Y tendrá que mirar con simpatía a todos los movimientos que se visten de verde y sustituyen las armas por las flores y las máquinas por los árboles, que levantan banderas con los colores del arco iris y piden amor y respeto para todos los hombres y para toda la naturaleza. Y aplaudiría a los objetores de conciencia, que se olvidan de todo tipo de armas. Y animaría a los objetores fiscales, para que ni una sola peseta se manche en proyectos militares o armamentistas.
El Señor bendice a todos los trabajadores de la paz, y a todos extiende sus manos abiertas, cariñosas, pacíficas. La Paz camina hacia Jerusalén, que significa "ciudad de paz". Jerusalén, más que un concepto geográfico- histórico, es un concepto espiritual. Jerusalén es toda ciudad y toda persona en las que mora la paz. El Mesías sigue caminando hacia Jerusalén. Que se cierren todos los templos de la guerra y se licencie a todos los soldados. La Paz entra en su ciudad.
-Admirable la victoria de Jesús:
No son victorias conseguidas en ninguna guerra ni en ninguna competición. Son victorias que están a un nivel más profundo. Victorias sobre todas las fuerzas malignas que hay en el hombre o pueden al hombre. El Mesías ha venido, no para vencer a los hombres, sino para vencer el mal que hay en el hombre. Ha venido para liberarlo de todo lo que le oprime, esté fuera o esté dentro de él.
Estas fuerzas pueden llamarse demonios o potestades tenebrosas o reino de las tinieblas; o pueden llamarse Ley, tradiciones, ambiente, estructuras, poderes fácticos; o pueden llamarse vicio, droga, orgullo, lujuria, violencia, consumismo. Cristo ha vencido todas esas fuerzas. "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo" (/Lc/10/18). «Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc. 11, 20). Y continúa Jesús explicando que el hombre bien armado que defendía tranquilamente su palacio ha sido vencido por otro más fuerte que él (Lc. 11, 21-22). Cristo es el más fuerte.
Y Cristo ofrece al hombre la posibilidad de seguir cosechando las mismas victorias: «Os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre toda potencia enemiga» (Lc. 10,19). E incluso sobre sus manifestaciones: «Impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien» (Mc. 16, 18).
-Admirable la compasión de Jesús:
Lágrimas de Jesús «Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella» (Lc/19/41). La Jerusalén que se presentaba a la vista de Jesús no era precisamente la «ciudad de la paz» que él hubiera deseado ver. Era la Jerusalén del Templo y de los palacios, de las torres y las fortalezas, de las murallas y los soldados, de los comercios y los mercados. Y esa Jerusalén está bien cerrada y bien ciega. Ni quiso recibir al Mesías ni supo conocer al mensajero y portador de su paz y de su libertad: «¡Si al menos tú conocieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no, está escondida a tus ojos» (Lc. 19, 42).
Entonces lloró Jesús. Lágrimas de pena y compasión, porque la ciudad elegida, la hija hermosa de Sión, no era fiel a su destino. Por eso, la suerte que le espera será espantosa. La hija se convertirá en esclava, la elegida en repudiada, la bendita en la desgraciada. Toda su grandeza y hermosura se convertirán en ruinas.
Jesús se olvida de sí mismo, aun en el día de su gloria, como se olvidará también de sí mismo en el día de su dolor (cf. Lc. 23, 28-31); y pensando en la triste suerte de Jerusalén y de sus hijos, no pudo contener las lágrimas. Y es que ni el mismo Mesías puede llevar la salvación a los que se niegan a recibirla. El mismo Dios se siente impotente y llora. No puede hacer otra cosa por ellos que acompañarles en su pasión.
Esta Jerusalén ciega y sorda será signo y profecía de todas las ciudades orgullosas y violentas que no están dispuestas a recibir al Mesías y rechazan la paz que se les ofrece. Son madres sin entrañas que devoran a sus propios hijos. A todas les espera una suerte triste; si no es la ruina, será el vacío, el cansancio y la tristeza. Sobre todas estas ciudades Jesús sigue llorando.
-El ejemplo del burro:
Si nos fijamos, es una de las pocas cosas que necesitó Jesús. Mandó a sus discípulos que se lo trajeran, «porque el Señor lo necesita» (Mc. 11, 3). Jesús nunca pidió dinero ni casa ni comida ni defensa. Pidió, sí, un par de veces un poco de agua, a la vez que prometía veneros de agua viva. ¡Qué hermosa recompensa tendrán los que sepan ofrecer a los sedientos un vaso de agua fresca!
Ahora Jesús necesita un burrito. No pide un mulo o un caballo. El burro se adapta mejor, porque es paciente, es manso, es laborioso, es sencillo, es pequeño, es humilde. El burro carga con todo, como Jesús. Hay pinturas que simbolizan a Jesús como un elefante que lleva sobre sus lomos el peso del mundo. El burro vale para todos los trabajos, especialmente los humildes. Jesús se entrega a todo lo que el Padre le encomiende. El burro se deja conducir fácilmente. También Jesús se deja llevar enteramente de la mano del Padre. El burro no es violento, y aguanta muchos palos. Es lo que hizo Jesús en su pasión. El burro no se presenta a concursos, ni se jacta de su trabajo, ni exige recompensas. Tampoco Jesús se manifestó gloriosamente, sino que se ocultó en el más grande anonimato y se rebajó hasta la muerte de cruz. El burro tiene dos grandes orejas, porque está más dispuesto a escuchar que a rebuznar. Algo que va siempre muy bien con todo discípulo de Cristo.
Marcos apunta dos detalles sobre el burro:
«En él ningún hombre ha montado» (11, 2). Este mismo dato lo recoge Lucas: «En él ningún hombre ha montado jamás» (19, 30). Este paseo de Jesús era por lo tanto una primicia, como si el burro estuviera hecho y preparado para esto. No estaba aún manchado por otras monturas y otros caminos. El estaba reservado para el Mesías y para la Paz. Su misión era llevar en triunfo a la Paz. No se por qué utilizamos tanto la paloma como símbolo de la paz. Habría que empezar a utilizar el burro.
"Que luego lo devolverá" (11, 3). El Señor no quiere propiedades, y menos exigidas. Así que, terminada la procesión, los discípulos devolvieron el burro a su madre y a sus dueños. Seguro que el burrito lloraría también por tener que separarse de tan buena montura. El debiera haber sido consagrado solamente para el Mesías. Y ya no se dejaría montar fácilmente. Hubiera sido bonito que en este burro nadie más hubiese montado. O, quizá, que montaran todos, pero todos los que llevaban en el corazón el mensaje de la paz. Recordando el asno, al que alude Jacob en su bendición a Judá (Gn. 49, Il), la liturgia siríaca hace este simbólico comentario: «Jacob ató un asno a una cepa de viña y esperó. Vino Zacarías, que lo desató y lo dio a su Señor».
Rafael Prieto Ramiro
UN AMOR ASI DE GRANDE
CUARESMA Y PASCUA 1991.Págs. 130-134
ALLÍ ESTABAMOS TODOS.
Una presencia temblorosa, llena de amor
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?
¿Estabas allí cuando le clavaron en el árbol?
¡Oh! A veces me hace temblar, temblar, temblar.
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?».
(Himno popular americano)
Ninguno de nosotros estaba allí cuando crucificaron a nuestro Señor ni cuando fue depositado en el sepulcro. Si hubiéramos estado allí, no lo hubiéramos permitido, como dijo aquel caudillo franco. Por lo menos, nos hubiéramos acercado a él todo lo posible, hubiéramos entrañado todos sus gestos y palabras, hubiéramos asumido todos sus dolores, hubiéramos llorado todas sus lágrimas y calmado su sed infinita, hubiéramos recogido su sangre divina.
Si hubiéramos estado allí, habríamos deseado que nos crucificaran con él, para acercarnos más todavía y compartir todos sus sufrimientos: dolor con Cristo dolorido, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas y pena interna por todo lo que Cristo sufrió por mí.
Si hubiéramos estado allí... Si hubiéramos estado allí, habríamos gritado la injusticia. Pero ¿cómo se puede condenar al Justo? Hacemos constar que es el mayor pecado de la historia. Si hubiéramos estado allí, habríamos temblado de indignación, habríamos temblado de espanto, habríamos temblado de emoción.
Si hubiéramos estado allí... Pero si la verdad es que todos estuvimos allí, cuando lo crucificaron, cuando lo clavaron en el árbol. Todos estábamos allí y con doble presencia. Estábamos allí, en primer lugar, con los jueces, con los sayones, con la gente curiosa, con la muchedumbre pasiva.
Allí estábamos... Allí estábamos todos dando fuerza al cobarde Pilato, para que acabara de firmar la más injusta sentencia que se haya jamás pronunciado; después le ofrecimos una hermosa jofaina, para que se lavara bien las manos. Aún se las está lavando el pobre. Allí estábamos levantando la mano de los verdugos, para descargar sus golpes sobre el cuerpo santo e inocente de Cristo, con fuerza bruta, rutinaria, anónima. Eran máquinas de matar, frías, impersonales, olvidadizas. A todos los verdugos, los que le azotaron, los que le coronaron de espinas, los que le clavaron en la cruz, a todos les dimos una estampa de su victima, para que nunca la olvidaran. Esta víctima era «la Víctima».
Allí estábamos riendo y gritando con las autoridades, los letrados y los notables, saboreando el triunfo de su poder, sugiriéndoles palabras y dichos hirientes para redondear mejor la faena. Ahí está el Mesías que no se defiende, el Mesías que se retuerce de dolor y que grita de espanto. ¿Hay todavía alguno que le pueda tomar en serio? Si ni puede bajar de la cruz ni salvarse a sí mismo, ¿a quién va a poder salvar? Les dimos un INRI, la identidad del crucificado, palabras que quedaron escritas para siempre, a pesar de las protestas.
Allí estábamos todos con la gente pasiva y curiosa, los que se dejaban llevar, los que se limitaban a comentar lo sucedido, los que criticaban, los que se lamentaban, los que compadecían. En el fondo, todos cobardes y faltos de fe. El hecho más importante y dramático de la historia sólo les roza superficialmente, objeto de leves comentarios. A todos les regalamos una tablilla, en la que figuraban las siete palabras del crucificado.
Allí estábamos con el mal ladrón, blasfemando nuestros dolores y desgarros, lanzando contra el Cordero divino nuestros delitos y errores, dando coces contra el aguijón, gritando al cielo nuestra desesperación. A este pobre ladrón le regalamos un vídeo con las actitudes y palabras del ladrón compañero, con las actitudes y palabras del que sufría en medio de los dos, ladrón de corazones.
Allí estábamos con los soldados que se repartieron sus ropas y sortearon su túnica. Cumplían un salmo (22,19). No sabían esos pobres soldados el botín que se ponía en juego. ¿Qué precio no pagaríamos hoy por conseguir una de esas piezas? ¿Quién de esos soldados se vestiría de Cristo? Les regalaríamos las cartas de Pablo para que se fueran enterando.
Y allí estábamos con los soldados que le dieron a beber vinagre. Tampoco sabían éstos que estaban cumpliendo una profecía: «Y en mi sed me dieron a beber vinagre» (Salm. 69, 22). No sabían quién era el que les pedía de beber, el que podía saciarles a todos definitivamente, el que era venero inagotable de agua viva. No sabían qué sed era la que gritaba ese divino crucificado. Le dieron, le dimos, a beber vinagre, que es el fruto que más abunda en nuestras viñas. Estos soldados recibieron como premio, al fin y al cabo se mostraron compasivos, el relato de la samaritana.
Y allí estábamos con el soldado que se atrevió a abrir el costado de Cristo con la lanza. Tampoco éste sabía que estaba realizando una acción profética, para que se cumpliera la Escritura: «Verán al que traspasaron» (Zac. 12,10). No sabía que ese golpe de gracia se convertiría en verdadera fuente de gracia. No sabía, no sabíamos, qué puerta de salvación se estaba abriendo de par en par. Dicen que esta lanza fue encontrada en tiempos de las cruzadas. La lanza no nos importa, sino el efecto que produjo. Un golpe de gracia definitivo. Para él, una imagen del corazón de Cristo.
Allí estábamos todos, porque en ese momento se concentraba toda la historia, para lo malo y para lo bueno. Allí se concentraba todo el pecado del mundo, el pecado de todos los hombres de todos los tiempos; y no sólo las grandes injusticias, los odios terribles, las violencias desatadas, las mentiras inconcebibles, sino también los pequeños miedos, las ridículas equivocaciones, frecuentes engaños, las fáciles seducciones, las inconscientes omisiones, todos los pecados de debilidad e ignorancia.
La cruz recoge toda la inhumanidad humana. Es la expresión de toda ceguera, toda debilidad y toda maldad. Es el triunfo de las tinieblas, lo irracional, lo desnaturalizado, lo inmisericorde, lo inhumano en estado puro.
«La cruz no es solamente el madero, es la corporificación del odio, de la violencia y del crimen humano» (L. Boff). Es el pecado. Al cargar con la cruz, Cristo cargó con el pecado: el mío, el tuyo, el de todos. El Cordero de Dios cargó con el pecado del mundo, haciéndose a sí mismo «pecado» (2 Cor. 5, 21).
Estábamos allí condenando al Justo Por lo tanto, cada vez que cometemos una injusticia, estábamos allí condenando al Justo; cada vez que mordemos al hermano con la critica o la calumnia, estábamos allí sentenciando al Inocente; cada vez que despojamos al pobre con nuestro egoísmo y nuestra insolidaridad, estábamos allí repartiéndonos sus ropas; y cada vez que agredimos al indefenso con nuestra violencia o nuestra prepotencia, estábamos allí torturando al Cordero; y cada vez que negamos al prójimo una ayuda, estábamos allí como espectadores fríos e insolidarios; y cada vez que callamos por miedo y no actuamos proféticamente, estábamos allí, sin atrevernos a dar la cara, ni a salir en defensa del condenado ni a expresar siquiera nuestros sentimientos. Cuando traicionamos, estábamos allí; cuando somos cobardes, estábamos allí; cuando somos infieles, estábamos allí; cuando dudamos, estábamos allí; cuando mentimos, estábamos allí; siempre que nos ciega y nos esclaviza la pasión, estábamos allí.
Aunque también podríamos decirlo a la inversa, que es Cristo el que está aquí. Cristo se hace presente en todo hermano que esté oprimido, marginado o injustamente condenado; en todo el que es pobre, débil, explotado o torturado; en todo el que es de un modo u otro víctima de su hermano. Pues si él está aquí, es que estábamos nosotros allí.
-En la mente y en el corazón de Cristo Hay una segunda manera de estar allí presente, esta vez cálida y amorosamente:
No me refiero a cuando hacemos el bien a alguien, cuando vivimos en la fe y en el amor. Todos estábamos allí, en la mente y en el corazón de Cristo. El nos conocía a todos, sufría por todos, nos amaba y redimía a todos. Es verdad el pensamiento de Pascal: "Yo derramaba tal y tal gota de sangre pensando en ti"; antes de que llegaras a la existencia, yo te elegí; antes de que te formaras en el vientre materno, yo te redimí; antes de que nacieras, yo te amé.
Estábamos allí todos, siendo objeto de la oración de Cristo, que nos iba presentando al Padre en aquel momento de gracia. Estábamos allí y también a nosotros dirigía sus palabras: por cada uno de nosotros pedía perdón al Padre, «porque no sabemos lo que hacemos»; a cada uno de nosotros prometía el paraíso: «Hoy estarás conmigo», y eso es ya el paraíso; a cada uno de nosotros encomendó la madre, para que la «llevemos a nuestra propia casa».
Estábamos allí todos: nos veía en su madre, un mar de sufrimientos y misericordia. Nos veía en Juan, el amigo, el que mantuvo la fe, el que acogió la madre. Nos veía en Magdalena y demás piadosas mujeres, las valientes y generosas, las que dieron la cara, las que mejor compadecieron, las que tanto amaron.
Nos veía en Nicodemo y José de Arimatea, en el Cireneo y la Verónica, los que le prestaron sus buenos servicios, compartiendo su cruz, enjugando su rostro, quitándole los duros clavos y bajándole del madero, lavándole, ungiéndole, envolviéndole en la sábana, colocándole delicadamente en el se- pulcro.
Estábamos allí siendo objetos de su amor y amándole; siendo redimidos por él y mirándole con fe, como aquellos israelitas que miraban la serpiente de bronce en el madero; siendo lavados en el agua y la sangre que fluían de su costado, nosotros inmersos en ese doble torrente de vida. Estábamos allí, recibiendo el Espíritu que él entregaba al Padre y a nosotros.
Estábamos allí con él, formando parte de su cuerpo dolorido, uno más de sus sagrados miembros ¿No sabéis que somos todos el Cuerpo de Cristo? Todos estuvimos clavados en la cruz con Cristo, todos morimos con él, todos fuimos con él sepultados y todos resucitaríamos con él. El misterio pascual de Cristo es también el nuestro. ¡Cuantas consecuencias para nuestra vida, si realmente lo entendiéramos y lo viviéramos así!
«¿Estabas allí cuando le depositaron en el sepulcro?
¿Estabas allí cuando Dios le resucitó de entre los muertos?
¡Oh! A veces me hace temblar, temblar, temblar.
¿Estabas allí cuando Dios le resucitó de entre los muertos?».
A veces me hace temblar, temblar, temblar:
Temblar por el dolor y el arrepentimiento,
temblar por la indignación y la compasión,
temblar por la emoción y la alegría,
temblar por el éxtasis y el estremecimiento.
Hay razones sobradas para sentir este asombroso temblor. Al constatar tu presencia viva en el misterio, al saberte protagonista de los más importantes acontecimientos de la historia, al verte inmerso en un océano de misericordia, al sentirte traspasado por unos ojos llenos de ternura y amor, al reconocer la victoria del amor y de la gracia, es como estar junto a la zarza ardiendo o dentro de la nube divina, es como sentirte invadido por una fuerza misteriosa que te arrebata y transciende, es entrar en la danza del Espíritu. Reviviendo el misterio pascual, se tiene que apoderar de nosotros un santo y maravilloso temblor.
CARITAS
LA MANO AMIGA DE DIOS
CUARESMA Y PASCUA
1990.Págs. 119-124